Un día se te cayó una maseta en la cabeza y despertaste a
una realidad que ya conocías pero no veías porque caminabas en otra dimensión. Los
adioses son siempre difíciles pero no podés negar que en el fondo estás
aliviada de dejar de ser el esclavo o de ser el amo o ambos.
Salís a caminar y el dióxido de carbono que emana de tu boca
casi te hace delirar: estirás el barbijo un poco y el elástico te tira del pelo,
como estás muy sensible llorás en medio de la avenida abrazada por las luces de
neón y las calles desiertas.
El clima de soledad parece un poco más triste con la
oscuridad y el frío, lo único lindo es el crujir de las hojas secas al caminar
y el amarillo de los paraísos que custodian la avenida. No tenés ganas de
hablar ni de contar ni de existir. A veces pensás en la muerte con miedo y
otras con alivio porque sabés que todo pasa: la vida también.
Los perros se te tiran encima en busca de cariño o atención,
refunfuñas pero al final te rendís al amor incondicional de esas ocho patas peludas que te miran curiosas mientras se
te anuda la garganta. Ahora sin barbijo tampoco podés respirar y te preguntás
cuando vas a sucumbir y si hay esperanza. Dijiste –hay vida en Marte- pero no
podés saberlo solo tenés fe. Qué cosa extraña las creencias y que útiles pueden
ser en momentos en donde sos una pluma en la brisa que va sin rumbo o va hacia
el norte porque el viento viene desde el sur.
Pasás por la farmacia y fantaseas con pedir un anestésico
que te haga dejar de sentir dolor y a la vez te rendís y volvés a llorar.
Imaginás a tu yo dentro de cinco años y te reís: te viene a decir que esto,
como la vida, como la cuarentena, como el viento y el invierno, también
pasarán.